sábado, 28 de mayo de 2011

Narciso



Interpretación del mito de Narciso y Eco. 

VI. Narciso y Eco (v. 356-510)

Ve a Narciso cuando empujaba hacia sus redes a los tímidos ciervos la ninfa de voz sonora que no sabe callar cuando alguno habla, ni aprendió a hablar la primera, Eco, que repite los sonidos. En aquel 
entonces Eco tenía cuerpo, todavía no era sólo una voz; y, aunque parlanchina, no tenía otro uso de su boca distinto del que tiene ahora, para poder volver a decir las últimas palabras de todo lo que se le decía. Esto lo había hecho Juno, porque, cuando había podido sorprender a las ninfas que, a menudo, en los montes, se abandonaban a las caricias de su esposo Júpiter, ella con astucia retenía a la diosa con su larga conversación mientras huían las ninfas. cuando la hija de Saturno se dio cuenta de ello, dijo: "Se te concederá un uso muy limitado de esta lengua por la que he sido burlada; un brevísimo uso de la palabra". Confirma sus amenazas con la realidad; sin embargo, ella dobla las voces emitidas al final y repite las palabras oídas.

Por lo tanto, cuando vio a Narciso que iba vagando a través de las campiñas solitarias, se inflamó se pasión por él, siguiendo a escondidas sus pasos. Y cuanto más le sigue, más se acerca al fuego que la abrasa, del mismo modo que cuando prenden las llamas en el inflamable azufre que circunda el remate de las antorchas. ¡Oh, cuántas veces quiso acercársele con tiernas palabras y dirigirle dulces súplicas! Se lo impedía su naturaleza, que no le permitiera dar comienzo a la conversación; pero, ella está dispuesta a esperar los sonidos, a los que contestará con sus palabras. 


Por casualidad, el joven, separado del grupo de sus fieles compañeros, había dicho: "¿Hay alguien aquí?", y Eco había respondido: "Alguien aquí". Aquél se asombra y dirige la mirada a todas partes y grita a todo pulmón: "Ven"; ella llama al que la llama. Mira y como no viene nadie, dice: "¿Por qué me huyes?". Ella recoge cuantas palabras ha pronunciado. Se queda inmóvil y, engañado por la voz que le responde, dice: "Aquí, unámonos" y Eco, que jamás había de contestar con más agrado a sonido alguno, contestó: "Unámonos"; complace ella de lo dicho y saliendo del bosque iba a arrojar sus brazos alrededor del cuello tan esperado. El huye y al huir dice: "Retira esos brazos que me enlazan, antes moriré que entregarme a ti". Ella no repite sino "entregarme a ti". Despreciada, se oculta en la selva y cubre con el follaje su rostro avergonzado y desde entonces vive en antros solitarios. Pero el amor se le adhiere a las entrañas y crece con el dolor de haber sido rechazada, inquietantes insomnios extenúan su cuerpo digno de compasión, la delgadez arruga su piel y la savia de su cuerpo se desvanece o evapora en los aires. Tan solamente quedan la voz y los huesos: la voz permanece. Se dice que sus huesos han tomado la forma de piedras. Desde entonces está oculta en los bosques y no se la ve en monte alguno, pero todos la oyen; hay un sonido que vive en ella. 


Así como Narciso se había burlado se ésta, así se había burlado antes de otras ninfas nacidas en las aguas o en los montes y de otra multitud de jóvenes mancebos. Por esto alguno de los despreciados, levantando al cielo sus manos, dijo: "Que llegue a amar de este modo y que jamás goce ser amado". La diosa de Ramnusia accedió a estas justas súplicas. Había un cristalino manantial, cuyas aguas brillaban como la plata, al que jamás se habían acercado ni los pastores, ni las cabras que pacen en las montañas, ni ninguna clase de ganado, al que no había turbado la presencia de pájaro alguno, ni bestia salvaje, ni rama alguna de árbol había turbado su pureza. Había por sus alrededores un césped que la cercana humedad alimentaba y la fronda del bosque no consentían que el sol calentara en modo alguno aquel paraje. Aquí el joven, azotado por el esfuerzo de la caza y el calor, se tumbó en el suelo, atraído por el aspecto del lugar y la frescura del manantial. Y al desear calmar la sed, creció en él otra sed; mientras bebe, sorprendido por la imagen de la belleza que contempla, ama una esperanza sin cuerpo; cree que es un cuerpo lo que está en el agua. Se extasía de sí mismo; queda inmóvil, el rostro impasible, semejante a una estatua tallada en mármol de Paros. Tendido en el suelo, contempla sus ojos, dos luceros, sus cabellos dignos de Baco y de Apolo, sus lisas mejillas, su cuello de marfil, su gracioso rostro en que se entremezclan el rojo y la blancura de la nieve y admira todo lo que en él resulta admirable. Con imprudencia se desea a sí mismo y el mismo que alaba es alabado. Y mientras persigue, es perseguido y al mismo tiempo que enciende, se abrasa. ¡Cuántas veces besó en vano a esta fuente engañosa! ¡Cuántas veces sumergió en el agua sus brazos, que cogían el cuello que había visto y no se cogió en ellas! No sabe qué ve; pero lo que ve le consume y el  mismo error que le engaña le excita. Crédulo, ¿por qué tratas de coger en vano la fugaz imagen? No existe en ningún lugar lo que buscas; apártate, lo que amas lo perderás. Esta que ves es la sombra de tu imagen reflejada. Nada de sí misma tiene esa figura; viene y se va contigo; contigo se marchará, si puedes marcharte. Ni la inquietud de Ceres, ni la del descanso puede alejarle de allí; sino que extendido sobre la espesa hierba contempla la engañosa imagen son una mirada insaciable, víctima de sus propios ojos; levantándose un poco, extiende sus brazos a los árboles que tiene a su alrededor y dice: "¿Por ventura, ¡oh, selvas!, alguno ha amado con más triste crueldad? Vosotras lo sabéis, puesto que fuisteis escondite oportuno para muchos, ¿Acaso vosotras, ya que lleváis tantos siglos de existencia, recordáis en tal largo espacio de tiempo a alguno que haya penado así? Me encanta y le veo; pero no encuentro, sin embargo, lo que veo me encanta; tan grande es el error que se apodera de mi amor. Y para que sea mayor mi dolor, ni nos separa un dilatado mar, ni un camino, ni los montes, ni unas murallas con unas puertas cerradas; un poco de agua nos separa. El mismo desea ser poseído, pues cuántas veces no besamos en las nítidas aguas, otras tantas intenta hacerlo levantando hacia mí su boca. Diríase que puedo tocarlo; es un pequeñísimo obstáculo el que se interpone entre los amantes. Quienquiera que seas, sal fuera; ¿por qué, joven sin igual, me engañas?, ¿a dónde vas, cuando te busco? Ciertamente, ni mi figura ni mis años pueden hacer que huyas y también me han amado muchas ninfas. No sé qué esperanza me infundes y prometes con tu rostro amigo; cuando yo alargo mis brazos hacia ti, tú los extiendes también; cuando yo  te sonrío, tú sonrires. También, a menudo, he notado tus lágrimas cuando yo lloraba; también, con una indicación de cabeza respondes a mis señas, y, por lo que puedo sospechar por el movimiento de tu hermosa boca, tú me diriges palabras que no llegan a mis oídos. Yo soy ése; me he dado cuenta, y mi imagen no me engaña; me abraso en el amor de mi mismo y agito y llevo este fuego. ¿Qué haré? ¿Esperar a que me supliquen o suplicar yo? ¿Qué voy a pedir después? Lo que deseo está conmigo; la abundancia me ha hecho indigente. ¡Ojalá pudiera separarme de mi cuerpo! Deseo jamás visto en un amante, desearía que estuviese ausente lo que amo. Ya el dolor me quita las fuerzas y no me queda mucho tiempo de vida y me extingo en la flor de mi vida. Ni la muerte es para mí cruel al abandonar con la muerte mis sufrimientos. Quisiera que éste que amo fuera más duradero que yo mismo. Ahora los dos, unidos en un mismo corazón, exhalaremos juntos una misma alma".  


Dijo esto y, fuera de sí, se volvió hacia su misma imagen y con sus lágrimas enturbió las aguas y al removerse el estanque se oscureció la imagen reflejada. Y habiendo visto que se marchaba, exclamó: "¿A dónde huyes?, quédate y no me abandones, cruel, porque te amo; séame permitido contemplar lo que no puedo tocar y alimentar mis desdichado delirio". Y mientras se duele, arrancó la parte alta de su vestidura y con sus manos, blancas como el mármol, golpeó su desnudo pecho. Con los golpes, éste adquirió el rojo de la rosa, del mismo modo que los frutos, que por un lado son blancos y por el otro están teñidos de rojo, o como la uva suele hallarse diversa en los racimos, todavía no maduros, tomando un color de púrpura. Y tan pronto como vio esto, una vez que de nuevo se aquietó el agua, no pudo soportarlo más; sino que, como suele deshacerse la amarilla cera con un leve calor y las escarchas matinales cuando el sol calienta, así, consumido por el amor, se funde y poco a poco se ve devorado por el fuego secreto y ya no tiene el color donde se mezclan el blanco y el rojo, ni el vigor ni las fuerzas ni lo que antes complacía en ser contemplado, ni quedaba el cuerpo que en otro tiempo había amado Eco. Y cuando ésta le vio, aunque encolerizada y no olvidadiza, se condolió y cuantas veces el desventurado joven había dicho: "¡Ay!", la voz de la ninfa la había respondido; "¡Ay!". Y cuándo con sus manos golpeaba sus brazos, ella le devolvía el sonido de sus golpes. Las últimas palabras al mirarse como de costumbre en las aguas fueron éstas: "¡Ay, joven amado en vano!" y esas mismas palabras las devolvió el lugar; y al decir "adiós", también lo dijo Eco, "adiós". Dejó abatir su cabeza lánguida sobre el verde césped; la muerte cerró los ojos que admiraba la belleza de su dueño. Incluso también entonces, cuando fue recibido en la morada del infierno, se contemplaba en las aguas estigias. Sus hermanas, las ninfas, le lloraron y, cortados sus cabellos, los ofrendaron a su hermano; las Dríadas también le lloraron; Eco hace resonar sus lamentos. Y ya se preparaban la pira, las vacilantes antorchas y el féretro, pero el cuerpo no aparece por sitio alguno; en vez de su cuerpo encuentran una flor de color de azafrán, cuyo centro está rodeado de blancos pétalos.


                            
                                       Acrílico sobre tabla, 15 x 15 cm, 2010. VENDIDO

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